Dios Existe (2)
PRIMERA VERDAD
DIOS EXISTE
(SEGUNDA PARTE)
2. Movimiento, orden y vida de los seres creados
5. ¿Puede demostrarse la existencia de Dios, por el movimiento de los seres creados?
Sí, porque no hay movimiento sin motor, es decir, sin alguna causa que lo produzca. Ahora bien, cuanto existe en el mundo, obedece a algún movimiento que tiene que ser producido por algún motor. Y como no es posible que exista realmente una serie infinita de motores, dependientes el uno del otro, preciso es que lleguemos a un primer motor, eterno y necesario, causa primera del movimiento de todos los demás. A ese primer motor le llamamos Dios.
1. Sostiene la Mecánica, que es una parte de la Física, que la materia no puede moverse por sí sola. Una estatua no puede abandonar su pedestal; una máquina no puede moverse sin una fuerza motriz; un cuerpo en reposo no puede por sí mismo ponerse en movimiento. Tal es el llamado principio de inercia. Luego, para producir un movimiento es necesario un motor.
2. Ahora bien, la Tierra, el Sol, la Luna, las estrellas, recorren continuamente órbitas inmensas sin chocar jamás unas con otras. La Tierra es una esfera colosal, de 40.000 kilómetros de circunferencia, que realiza, según afirman los astrónomos, una rotación completa sobre sí misma durante cada 24 horas, moviéndose los puntos situados sobre el ecuador con una velocidad de 28 kilómetros por minuto. En un año da una vuelta completa alrededor del Sol, marchando a una velocidad de unos 30 kilómetros por segundo. Todos los demás planetas realizan movimientos análogos. Y si miramos a nuestra Tierra, vemos que en ella todo es movimiento: los vientos, los ríos, las mareas, la germinación de las plantas…
3. Todo movimiento supone un motor; y como no se puede suponer una serie infinita de motores que se comuniquen el movimiento unos a otros, puesto que tan imposible es un número concreto infinito como un bastón sin extremos, hemos de llegar necesariamente a un primer ser que comunique el movimiento sin haberlo recibido: hemos de llegar a un primer motor que no sea movido. Ahora bien, este primer ser, esta primera causa del movimiento, es Dios, a quien justamente podemos llamar el primer motor del universo.
Digno de admiración fue sin duda el genio de Newton, que descubrió las leyes de los movimientos estelares; pero, ¿qué inteligencia fue necesaria para crear y aplicar esas leyes, lanzando a los espacios esos innumerables y veloces mundos que con tanta regularidad y armonía recorren el universo?
Decía Napoleón al general Bertrand, en la roca de Santa Elena: “Mis victorias os han hecho creer en mi genio; el universo me hace creer en Dios… ¿Qué es la más acertada maniobra militar, comparada con el movimiento de las estrellas?”
6. ¿Prueba la existencia de Dios el orden que reina en el mundo?
Sí; todo lo que se hace con orden, supone una inteligencia ordenadora; y cuanto más grandiosa es la obra y más perfecto el orden, tanto mayor y más poderosa es esa inteligencia.
Ahora bien, en todo el universo y en sus menores detalles existe un orden sorprendente. Luego podemos deducir que existe un supremo ordenador y una suprema inteligencia, a quien llamamos Dios.
1. No se da efecto sin causa, ni orden sin una inteligencia ordenadora. Arrojad sobre el suelo un montón de letras mezcladas. ¿Por ventura podrán producir un libro, si no hay una inteligencia que las ordene? De ninguna manera. Reunid en una caja las piezas todas de un reloj; ¿acaso llegarán a colocarse por sí solas en el sitio que les corresponde, para iniciar el movimiento y marcar las horas? ¡Jamás!
2. El orden que reina en el universo es perfecto: a cada cosa corresponde un lugar. El día sucede a la noche, y ésta a aquél; las estaciones se suceden unas a otras. La Tierra, los cielos, las estrellas, los diversos elementos del universo, todo se encadena, todo concurre a la armonía maravillosa del conjunto. Léase a este propósito el hermoso tratado de Fenelón sobre la existencia de Dios… La consecuencia es ésta: ese orden tan admirable supone un ordenador.
Pero dirá alguno: Este orden del mundo, sus combinaciones tan complicadas, esta armonía que admiramos son efectos de la casualidad. Nada más absurdo y falto de razón. La casualidad no es más que una palabra, hija de la ignorancia, con que se pretende explicar aquello cuya causa se desconoce.
Nadie se atreve ya, hoy en día, a atribuir el orden del cosmos a la casualidad; pero se suele recurrir con frecuencia a las fuerzas o leyes naturales. Indudablemente existen leyes admirables que rigen el mundo visible, como la de la atracción, la de la gravedad, la fuerza centrífuga, etc., sobradamente conocidas y demostradas. Pero, precisamente, la existencia de esas leyes supone la existencia de Dios, pues no hay ley si no existe legislador. ¿Quién ha dictado esas leyes?… ¿Quién las mantiene?… ¿Quién las dirige?… La materia es, de suyo, inerte; luego, existe un ser distinto que la mueva. La materia es ciega; luego, existe un ser inteligente que la guíe, ya que todo marcha en un orden perfecto.
Prescindiendo de estas razones, basta explicar rectamente los términos para deshacer el equívoco. Si por naturaleza se entiende un ser real, viviente, personal, que dirige y gobierna todas las cosas, entonces es Dios. Sería entonces cuestión de nombre, pues de hecho equivaldría a admitir su existencia. Pero si por naturaleza se entiende un ser imaginario, un ente de razón, algo irreal e inexistente, entonces es lo mismo que la casualidad, y no por cambiar de palabra se evitará el caer en el mismo absurdo.
RESUMIENDO: Todo efecto debe tener una causa proporcionada: el orden y la armonía suponen un ser inteligente; el mundo supone la existencia de Dios.
Para Newton, el mejor argumento para demostrar la existencia de Dios era el orden del universo; por eso repetía las palabras de Platón: “Vosotros deducís que yo tengo un alma inteligente, porque observáis orden en mis palabras y acciones; concluid, pues, contemplando el orden que reina en el universo, que existe también un ser soberanamente inteligente, que existe un Dios”.
El mismo Voltaire no pudo resistir a la fuerza de este argumento. Afirmaba que era preciso haber perdido por completo el juicio para no deducir de la existencia del mundo la existencia de Dios, a la manera que, a la vista de un reloj, deducimos la existencia de un relojero. Discutíase un día en su presencia sobre la existencia de un Dios; y él, señalando con el dedo a un reloj de pared que en la habitación había, exclamó:
– ¡Cuanto más reflexiono, menos puedo comprender cómo podría marchar ese reloj si no lo hubiera construido un relojero!
7. ¿Podemos deducir la existencia de Dios por la contemplación de los seres vivientes?
Sí, la razón, la ciencia y la experiencia nos obligan a admitir un Creador de todos los seres vivientes diseminados sobre la Tierra. Y como ese Creador no puede ser sino Dios, síguese que de la existencia de los seres vivientes, podemos concluir la existencia de Dios.
En efecto:
Las ciencias físicas y naturales nos enseñan que en un tiempo no hubo ningún ser viviente sobre la tierra. ¿De dónde proviene, entonces, la vida que ahora existe en ella: la vida de las plantas, la vida de los animales, la vida del hombre?
La razón nos dicta que no ya la vida intelectiva del hombre, ni la vida sensitiva de los animales, ni siquiera la vida vegetativa de las plantas pudo haber brotado de la materia. ¿Razón? Porque nadie da lo que no tiene; y como la materia carece de vida, tampoco pudo darla.
Los ateos no saben qué responder a este dilema: o bien la vida ha nacido espontáneamente sobre la Tierra, fruto de la materia por generación espontánea; o bien hay que admitir una causa distinta del mundo, que fecunda a la materia y hace germinar en ella la vida. Ahora bien, después de los experimentos concluyentes de Pasteur, ya no hay sabios verdaderos que se atrevan a defender la hipótesis de la generación espontánea; la ciencia verdadera establece que nunca nace un ser viviente si no existe un germen vital, semilla, huevo o renuevo, proveniente de otro ser viviente de la misma especie.
¿Y cuál es el origen del primer ser viviente en cada una de las especies? Remontad cuanto queráis de generación en generación; siempre llegaréis a un primer creador de todos los seres vivientes, causa primera de todas las cosas, que es Dios. Es éste el argumento del huevo y la gallina; pero no por ser viejo, deja de preocupar seriamente a los ateos.
NARRACIÓN. En una casa de familia cristiana, dos de las hijas, después de la comida, leían ambas, junto a una ventana, la Historia Sagrada.
Acercose un joven, y en tono burlón les dijo:
– ¡Cómo! ¿Ustedes leen la Historia Sagrada? ¿No saben que no existe Dios?
– Si está Ud. tan seguro –respondió la más joven–, contéstenos a esta pregunta, ya que tanto sabe: ¿Qué existió primero, el huevo o la gallina?
– ¡El huevo!
– ¿Y de dónde salió ese primer huevo?
– ¡Oh, me equivoqué, primero fue la gallina!
– Entonces, ¿de dónde salió la primera gallina?
– La primera gallina … la primera gallina … ¿La primera gallina?
– Sí, la primera gallina. ¿De dónde vino?
– ¡Dale con tanta gallina! ¿Saben que ya me está hartando tanta gallina?
– Diga más bien, señor sabelotodo, que no sabe Ud. la respuesta, y reconozca que sin Dios es imposible explicar tanto la existencia del huevo como la de la gallina.
Nuestro buen hombre se retiró corrido, repitiéndose por lo bajo: ¿Qué habrá sido primero?
8. Todos los seres del universo, ¿prueban la existencia de Dios?
Sí, cuantos seres existen en el universo son otras tantas pruebas de la existencia de Dios, porque todos ellos son el efecto de una causa que les ha dado el ser, de un Dios que los ha creado a todos.
Muy bien conocen los sabios los elementos que integran cada uno de esos seres; y, sin embargo, no son capaces de producir uno solo; no pueden crear ni una hoja de árbol, ni una brizna de hierba.
Preguntaba Lamartine a un picapedrero de S. Pont: ¿Cómo podéis conocer la existencia de Dios, si jamás habéis asistido a la escuela, ni a la doctrina, ni os han enseñado nada en vuestra niñez, ni habéis leído ninguno de los libros que tratan de Dios?
Respondiole el picapedrero: ¡Ah, señor! Mi madre, en primer lugar, me lo ha dicho muchas veces; además, cuando fui mayor, conocí a muchas almas buenas que me llevaron a las casas de oración, donde se reúnen para adorarle y servirle en común, y escuchar las palabras que ha revelado a los santos para enseñanza de todos los hombres. Pero aun cuando mi madre nunca me hubiese dicho nada de Él, y aun cuando nunca hubiera asistido al catecismo que enseñan en las parroquias, ¿no existe otro catecismo en todo lo que nos rodea, que habla muy alto a los ojos del alma, aun de los más ignorantes? ¿Por ventura se precisa conocer el alfabeto, para leer el nombre de Dios? ¿Acaso su idea no penetra en nuestro espíritu con nuestra primera reflexión, en nuestro corazón con su primer latido? Ignoro qué opinarán los demás hombres, señor, pero en cuanto a mí, no podría ver, no digo una estrella, pero ni una hormiga, ni una hoja, ni un grano de arena, sin decirle: ¿Quién es el que te ha creado?
Lamartine replicó: – Dios, os responderéis vos mismo.
– Así es, señor –añadió el picapedrero–, esas cosas no pudieron hacerse por sí mismas, porque antes de hacer algo, es necesario existir; y si existían no podían hacerse de nuevo. Así es como yo me explico que Dios ha creado todas las cosas. Vos conoceréis otras maneras más científicas para daros razón de ello.
– No –repuso Lamartine–; todas las maneras de expresarlo coinciden con la vuestra. Pueden emplearse más palabras, pero no con más exactitud.
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