No olvidemos a Benjamín
Carta del Director del Seminario de la Fraternidad San Pío X en Estados Unidos
Queridos Amigos y Benefactores:
Liberados de nuestros pecados por la absolución sacramental y listos para nuevos combates, salimos del confesionario en paz. Pero, desafortunadamente, caemos de nuevo en nuestras faltas habituales. El demonio, siempre al acecho, trata de desanimarnos para que dejemos la práctica de la confesión bajo el erróneo pretexto de que es inútil –¿no son nuestras recaídas la prueba evidente? Sin embargo, no debemos dudar ni de la eficacia del sacramento ni de nuestra recta intención cuando, llenos de dolor por habernos atrevido a oponernos a la Divina Majestad, nos acusamos, sin excusas, ante el tribunal de Dios y determinamos no ofenderlo nuevamente.
¿Cómo es entonces que caemos tan fácilmente?
Muy simple, es porque, como los diez hermanos del Patriarca José, ¡olvidamos asegurarnos de la presencia de Benjamín!
José, a pesar de sus desgarradores ruegos, que expresaban la angustia de su alma, fue vendido, por sus hermanos, a comerciantes de esclavos. Por lo tanto, él preludia a Nuestro Señor Jesucristo. Somos hermanos de Cristo por la gracia, pero no tememos entregarlo al verdugo para satisfacer alguna pasión fugaz, despreciando los ruegos de Su gracia y la angustia de Su corazón en el Huerto de los Olivos. Pero Dios no abandona a quienes confían en Él: José gobernó Egipto y Nuestro Señor el Reino de Su Padre.
El humilde reconocimiento de nuestra miseria lleva en sí mismo una gracia de conversión.
Obligados por el hambre, viajan a Egipto en busca de medios para subsistir. Los hermanos de José fueron fríamente recibidos por él, el Gobernador de Egipto. Tocados por la gracia, ellos vieron en esta aparentemente injustificada frialdad el justo castigo por el crimen contra su hermano. Fácilmente nos burlamos de esos pobres hombres incapaces de reconocer a su propio hermano en la persona del gobernador. ¡No caigamos en tal error! Debemos, al contrario, admirar cómo comprendieron la prueba, que los hizo capaces de examinarse y reconocer su falta. Rara vez tenemos tal comprensión –generalmente estamos lejos de reconocer a Nuestro Señor en tiempos de prueba y nos quejamos precipitadamente de la injusticia que se nos hace, aumentando, por lo tanto, nuestra maldad, cayendo en una fatal ceguera que nos conduce más profundamente en el pecado.
José sometió a sus hermanos a una prueba. No porque quisiera disfrutar de una venganza largamente esperada, sino porque quería ayudarlos a corregir su falta y a encontrar los medios para que, en el futuro, no volvieran a caer. Su severo rostro sólo fue fingido, debido a las circunstancias, y tuvo que luchar contra la emoción de ver a sus hermanos arrepentidos. Así es como Nuestro Señor presenta a nuestras conciencias culpables las consecuencias eternas de nuestras faltas, mientras disimula la fuerza de Su amor hacia nosotros y levanta sólo el cetro de Su castigo. El miedo justificado al infierno es, de hecho, sólo una ingeniosa estratagema de esa Misericordia Divina, que quiere conducir nuestros corazones a un arrepentimiento profundo y que reconozcamos que, en verdad, somos pecadores empedernidos.
Llevamos en nosotros mismos las semillas de nuestra propia derrota. El único remedio es la humildad. Y no hay otro.
Aun estando seguro de las disposiciones de sus hermanos, José no accede a revelárseles todavía. Por el contrario, les impone una nueva prueba. Consciente de la fragilidad del alma humana, José sabía lo débil que ésta permanece a pesar de las fervientes muestras de arrepentimiento y de sus promesas de enmienda. También quería darles a sus hermanos la oportunidad de dejar descansar su debilidad en la fuerza de Dios. Manteniendo como rehén a uno de sus hermanos, demandó que regresaran trayendo al más joven de ellos, Benjamín.

¿Por qué José rehusó revelarse a sus hermanos mientras Benjamín no estuviera presente con ellos? La actitud de José prefigura la de Nuestro Salvador hacia el pecador arrepentido. Parece duro como una piedra y, como dice Dom Jean de Monléon, siguiendo a los Padres: «No Se revelará mientras no vea en el alma, y muy claramente, la única virtud que garantiza la sinceridad de conversión y la fidelidad para el futuro: la humildad. Benjamín, el último, el hijo más joven, representa la humildad, porque sólo a los humildes y a los pequeños Dios revela los tesoros de Su Sabiduría».
Ahora podemos comprender por qué, a pesar de nuestras muchas confesiones, de la sinceridad de nuestro arrepentimiento y de la fuerza de nuestras resoluciones, aún caemos tan fácilmente: porque nos falta humildad. Cuando regresamos al confesionario, olvidamos llevar a Benjamín con nosotros, y por lo tanto, tenemos que depender sólo de nuestras propias fuerzas para preservar la Divina Amistad. Sin Benjamín, estamos muy fácilmente expuestos a las tentaciones y no vemos el grave peligro en el que estamos –quien juega con fuego se quemará…
El mundo moderno, sin embargo, ejerce una poderosa tiranía sobre nosotros, exponiéndonos constantemente al peligro de caer. Si no nos encomendamos a la Divina Providencia para que nos ayude a atravesar las múltiples e insidiosas trampas que nos acechan, si no tomamos conciencia que nuestra miseria y el peso de nuestros pecados nos inclinan hacia el mal, si enfrentamos solos los peligros a los que estamos expuestos a cada momento, el mundo pronto nos colocará nuevamente bajo su tiranía.
Pero si, por otro lado, abrazamos la humildad, reconoceremos nuestra culpabilidad contra Nuestro Señor y comprenderemos que estamos propensos a caer a cada paso, si actuamos sólo de acuerdo con nuestras pobres luces. Abrazando la humildad, volveremos resueltamente hacia Cristo y, conscientes de nuestra pobreza –pero no desanimados por ella–, encontraremos en Nuestro Señor y Su gracia el remedio para todas nuestras maldades.
Ahora podemos comprender porqué, a pesar de nuestras muchas confesiones, de la sinceridad de nuestro arrepentimiento y de la fuerza de nuestras resoluciones, aún caemos tan fácilmente: porque nos falta humildad.
El humilde reconocimiento de nuestra miseria lleva en sí mismo una gracia de conversión. Somos seres débiles, regidos por nuestras pasiones, a merced de los más pequeños placeres, fascinados por nuestra propia excelencia. Llevamos en nosotros mismos las semillas de nuestra propia derrota. El único remedio es la humildad. Y no hay otro.
Entonces, ¡no olvidemos a Benjamín! Nuestra salvación eterna está en juego.
Es lo que les deseamos para este Nuevo Año, presentándoles nuestros mejores deseos y agradeciendo su incansable generosidad hacia nosotros. Estén seguros de nuestras oraciones por todas sus intenciones.
In Christo Sacerdote et Maria,
R.P. Yves le Roux
Seminario Santo Tomás Aquino
Winona, MN
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