La Esperanza y la Confianza
Sermón del IV Domingo de Cuaresma «Lætare»
P. Santiago de Jesús Estévez
En este tiempo de Cuaresma, los textos de las Misas –muchos de ellos– nos hablan del pecado y sus consecuencias; pero a la vez, la Iglesia, como buena Madre y gran pedagoga, nos propone otros, para incitar en nuestro corazón la Esperanza en el perdón y la Confianza en Dios, pues la Liturgia está hecha para la gloria de Dios en primer lugar, y luego para nuestra Santificación.
Es a lo que nos mueve el tracto de la Misa del IV Domingo de Cuaresma: a la Esperanza y a la Confianza. «Los que confían en el Señor son como el Monte Sión; jamás se tambaleará el que habita en Jerusalén. Jerusalén está rodeada de montañas; así rodea el Señor a su pueblo desde ahora y para siempre» (Salmo 124, 1-2).
¿No es acaso, motivo de confianza pensar que Dios nos protege de la misma manera que una muralla protege a una ciudad?
Para cultivar la virtud de la Esperanza y hacerla crecer en nuestros corazones son necesarias tres cosas:
I. Apreciar, en su justo valor, los bienes eternos.
II. Confiar plenamente en Dios.
III. Desechar victoriosamente todo sentimiento de temor y desconfianza.
I. Apreciar, en su justo valor, los bienes eternos
¿Cuáles son estos bienes? El Cielo, la Gracia, los Sacramentos y las virtudes. El deseo de estos bienes crece en la medida del desprecio que se tenga por los bienes terrenos.
¿De qué manera se obtienen, o mejor, se conquistan estos bienes? De la misma manera en que se gana una guerra: en gran combate, y se conceden al alma en proporción de sus esfuerzos, de los trabajos sostenidos, de las violencias que se impuso.
¿Y qué pasa con los pusilánimes, quienes se acobardan con las menores molestias, que poseen una débil voluntad e inconstancia en el combate? Pues ocurre que aspiran flojamente a lo que tanto trabajo exige: el Cielo; y, en consecuencia, no pueden tener una Esperanza ardiente.
En las almas sin virtud (en las que el orgullo es mayor que la humildad, la inmodestia que la modestia, la tibieza que el amor por las cosas de Dios), los desmayos de la Esperanza provienen muchas veces de su propia cobardía. Temen y rechazan el esfuerzo, y por eso ceden al abatimiento, haciéndose culpablemente tibios: «Porque no eres ni frío ni caliente…» (Apoc. 3, 16).
Las almas buenas y verdaderamente virtuosas poseen, en cambio, una esperanza más firme; gozan el fruto de su esfuerzo y saben bien que les será posible conservar lo conquistado y continuar la vida virtuosa a la que se han habituado ¿Por qué? Debido a que tienen toda su confianza puesta en Dios.
Lamentablemente muy pocos aspiran tan alto, y sólo porque parece un objetivo muy difícil. ¡Innoble y vil excusa!, pues es simplemente falta de valor ante las fatigas y combates que la vida virtuosa exige, sobre todo hoy en día. Pensemos, por ejemplo, en los daños causados por la televisión, el internet, la inmodestia y el descuido en aprovechar los dones de Dios. Y por ser infieles en apreciar estos dones, es que nos falta el segundo requisito para tener una firme esperanza:
II. La Confianza plena en Dios
Si un hijo dice a su padre o a su madre: “Me duele la cabeza y quiero que me ayudes a sanar dándome algún medicamento”; “Tengo hambre”; “Necesito consejo para solucionar tal problema y por eso vengo a buscarte”. ¿Quién creerá que tal hijo quedará sin respuesta positiva de parte de sus padres? Si de tal manera confiamos en los hombres, ¿vamos a creer que Dios es menos poderoso o menos amante de sus hijos para negarnos el socorro que necesitamos? Poca fe manifestaría quien de tal manera pensara.
¿Acaso es que Dios no es bueno?
¿Y qué es la bondad? No es debilidad, ni blandura –que por temor a molestar deja hacer lo que no conviene–, no es condescendencia desidiosa que tolera el pecado. En la bondad hay indulgencia: la indulgencia del Santo por el pecador, la del padre para con su hijo; hay compasión: aquélla del grande por el pequeño, la del fuerte por el débil; y sobre todo hay benevolencia, es decir, un deseo, una necesidad irresistible de hacer el bien. Dios es infinitamente bueno y posee todos estos aspectos de la bondad. Es compasivo: le dan lástima nuestras miserias; es indulgente: pues sabe de qué barro estamos hechos; y quiere, con deseo infinito, enriquecer nuestras almas, y cuando no lo hace, o mejor dicho, cuando “no lo puede hacer”, es porque no lo dejamos obrar en nuestras almas a causa de nuestros afectos desordenados.
¿No me entregaré del todo a Dios así como Él lo hizo por mí?
¿Cuándo penetraremos el corazón de nuestro Padre Dios? ¿Cuándo veremos un poquito el amor que Él nos tiene? Por lo tanto, si quiero confiar verdaderamente en Dios, será muy provechoso desechar todo sentimiento de temor y desconfianza, tercera condición para tener una firme Esperanza:
III. Desechar todo sentimiento de temor y desconfianza
El temor y la desconfianza en Dios son causados, en nuestras almas, por la consideración de las faltas cometidas, nuestras faltas, mirando más bien a su número y su gravedad que al arrepentimiento, y también porque no recibimos debidamente las pruebas que Él nos manda.
Pero si rechazamos esos sentimientos (propios de esclavos y no de hijos) pensando lo mucho que Dios se sacrificó por cada uno de nosotros y, sobre todo, que murió clavado en una cruz por cada hombre a fin de llevarnos al Cielo, veremos que, a pesar de nuestras miserias, es imposible que Dios no perdone al corazón arrepentido: «Más alegría hay en el cielo por un pecador arrepentido que por noventa y nueve justos» (Lucas 15, 7). ¡Es Dios quien lo dice!
Consideremos esta anécdota: «Un hijo fué tomado preso a causa de sus crímenes. Mientras le conducían a la cárcel, enviaron aviso a sus familiares sobre el hecho. Preocupados, su madre y su padre deciden ir a verle. Al llegar a la cárcel (donde ya le habían castigado para que confesase la verdad) se dan cuenta de que está condenado a muerte. El padre habla con su hijo y le dice “si te arrepientes me ofrezco en tu lugar”. Como aceptó, va y habla con las autoridades para ofrecerse en lugar de su hijo. Estos, aunque confusos por tal generosidad, aceptan; y así muere este padre».¿Quedará ese hijo sin amor por tal padre? ¿No tendrá deseos de corregirse?
Otro tanto ha hecho Dios por cada uno de nosotros: se encarnó, llevó una vida llena de privaciones, miserias y humillaciones; quiso ser despreciado, flagelado, coronado de espinas y, como si fuera poco, quiso morir en una cruz. Y todo esto, ¿por quién lo hizo? Por cada uno de nosotros. ¿No me entregaré del todo a Dios así como Él lo hizo por mí?
Que estas consideraciones nos sirvan para tener en Dios una confianza audaz y la firme esperanza de que Él jamás nos abandonará y que un día, por medio de la Santísima Virgen María, nos llevará al Cielo para gozar de su presencia por toda la eternidad.
1 comentario
Gracias por enviarme el santoral cotidiano y esta página. Sepan que con gusto he leído este sermón, ya que donde vivo no hay misas.